Por: Eduardo Gonzales Viaña
Se recuerda en estos días un acto de barbarie.
Un pacífico maestro de Galilea fue condenado a recibir azotes hasta que le desollaran el cuerpo. Después, se introdujo su cabeza dentro de una corona de espinas que deberían arrancarle la piel de la frente y las sienes, y ensangrentarle todo el rostro.
Luego de ello, medio ciego por la sangre y el dolor, debió caminar dos kilómetros por la ciudad y subir a un monte mientras sostenía una pesada cruz y soportaba los escupitajos y los insultos de la turba.
Según las evidencias actuales, se le clavó por las muñecas de sus manos en el madero de la tortura. Los clavos de un centímetro de diámetro en su cabeza y de 13 a 18 centímetros de largo, fueron puestos entre el radio y los metacarpianos. Así se aseguraban de que el cuerpo no se desgarrase. Los pies también fueron fijados de esa manera. No querían que se les muriera muy pronto.
Por fin, se levantó la cruz sobre el monte y se dejó que el hombre padeciera de una cruel agonía mientras los soldados se repartían sus modestas ropas y una multitud ansiosa esperaba su muerte.
Ese hombre es mi maestro y el fundador de la fe que profeso.
Como profeta, el Nazareno proclamó un sistema contra el dinero, el poder y la explotación. En una de sus parábolas, aseguró que más fácil pasaría un camello por el ojo de una aguja a que un rico entrará en el reino de Dios. “Ustedes saben que los jefes de las naciones se portan como dueños de ellas y que los poderosos las oprimen.”… “Ustedes no pueden servir al mismo tiempo a Dios y al dinero.”
En vez de preferir la amistad de los poderosos, el Nazareno habla especialmente a los sencillos pescadores que le sirven de apóstoles. Es el maestro de los leprosos, los enfermos, las viudas, los pecadores, los despreciados, los más pobres.
Sus enseñanzas ayudan a la gente a entender la mentira del poder y el robo inherente a la propiedad y a la riqueza. No predica la creencia en el dios del miedo y de la condenación sino en una sociedad terrestre en la que el amor vence permanentemente a la injusticia.
El hombre a quien torturaron ese viernes desafió con su vida entregada a la justicia a los señores del poder religioso, a los ladrones del poder económico y a los detentadores del poder político a quienes llamaba “zorros”. No hubo un momento de su vida pública en que no estuviera en peligro. Pagó el precio que se suele pagar por ser fiel a un compromiso.
Cualquier página del Nuevo Testamento nos muestra el pensamiento completo del mártir. Sin embargo, si algunos leen ese texto tan sólo como oraciones vacías de sentido, les bastaría con recordar al hombre enfurecido que entra en el templo armado de un látigo, que echa de allí a los negociantes, que denuncia a los sumos sacerdotes y que revela que aquello se ha convertido en una cueva de bandidos.
Su ingreso en el templo hizo entender a los impíos que la ejecución era la sola manera de librarse de esa pesadilla que es la verdad.
Lo saben quienes en nuestro tiempo mataron a Gandhi, a Martín Lutero King y al obispo Oscar Romero. Y sobre todo, lo supieron primero quienes pagaron para que se cometieran esos crímenes porque creían que de esa manera iban a liberarse de la denuncia de los profetas.
Por eso, el Nazareno resucitó al tercer día. Sobre todo, resucitó en la pesadilla sin fin de los injustos. Como ahora no pueden matarlo de nuevo, tratan de hacerlo suyo y proclaman a todo grito que son cristianos. En los países llamados cristianos se han impuesto el monopolio y el despojo a punta de fusil. El odio y el racismo han construido muros en las fronteras y rocas en los corazones contra los inmigrantes “ilegales”. Las empresas de viajes nos venden “tours” a las playas y algunos frívolos nos desean “felices fiestas”. Sin embargo, como lo dijo el cardenal Romero: “La palabra queda, y ese es el mejor consuelo de quienes predicamos.
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