El sol abría callejones en las nubes, discurría rápidamente por una ladera pelada, hasta dar en los recios eucaliptos, que se levantaban de las quebradas más profundas. Entonces, la vida se teñía de esperanza. Mi madre con la cabeza puro ceniza, apuraba la candelita con su sombrero.
-¿Ya acomodaste tu cancha? - me decía.
Rápidamente, preparaba mi alforja, mi talega con cancha y un cuaderno amarillento con las esquinas dobladas y algunas hojas rotas. Lo que no podía faltar ningún día, era mi pelota de trapo.
Mi perro, parado en la guayancha, con el hocico en alto me despedía.
Al otro lado de la quebrada vivía Mañuco, un cholasho redondo, con cara pispada y de pelos parados.
¡Vamoooooooooooo!… gritaba.
Descendiamos a tropezones por un caminito serpenteante. Una quebradita bullanguera se colaba por los eucaliptos. A veces, le robábamos un poquito de agüita para mojarnos el pelo.
Por una loma donde descansaban egregios difuntos, asomaban grupos de caishas unos con alforja, otros con morral; los varones yapaban su equipaje con macizos ponchos; mientras hambrientos perros nos recibían a la entradita del pueblito.
Caminando a paso trote, por esas callecitas que ordenaban la dirección del polvo, llegábamos a la escuela.
En la puerta, unos viejos de rostros circunspectos, nos esperaban; y a empujones nos echaban a un aula de viejas paredes y puertas polilladas.
Después de un rato.
Ya es hora de recreo, murmuraba Mañuco. El barullo invadía el salón oscuro.
Mi pelota de trapo acurrucada en la alforja, parecía también alegrarse.
Ya en recreo, ubicados frente a frente, sin árbitro, el deporte empezaba.
De rato, en rato, los chalacazos hacían estremecer el piso pedregoso, los llanques parecían pájaros cruzando los aires.
De pronto se escuchaba.
¡Gooooooooo…oooool! ¡Goooooo…oooool¡
Mi pelota había dado en el ángulo perfecto. Pollerones y rebozos de las chinas flameaban de alegría.
A veces ganábamos, otras perdíamos.
Llegada la tarde, caminando de regreso a casa. Cuando la noche nos cubría en su totalidad, miríadas de luciérnagas se cruzaban ante nuestra mirada.
-¿No has peliauuuuuuuu? me preguntaba mi madre, mujer analfabeta de por vida.
Así transcurrían lentamente los años, pero muy hermosos y sabios momentos de mi vida.
Pocos días antes de navidad, me despedí de mi pelota.
Sentada en un rincón oscuro de la casa, se deshilaba de tristeza; mientras yo, secaba las lágrimas de mi rostro.
¿Qué será de mi pelota?
¿Seguirá esperándome? o alguna rata habrá hecho su nido.
Autor: Marino Lavado
Hola, espero con ansias al Pelacochero...
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