sábado, 28 de mayo de 2011

Sin voz, con voto

Autor: Patricia del Río
 
Y justo cuando creíamos que ya nada peor nos podía ocurrir, sucedió Puno: más de quince días de carreteras bloqueadas, miles de pobladores aymaras movilizándose, saqueo de locales de instituciones del Estado, ataques a bancos y a tiendas comerciales, quema de vehículos, mucha furia, más vandalismo y, sobre todo, una gran incomunicación. El libreto de este drama es conocidísimo: la concesión minera otorgada a la minera Santa Ana incluye terrenos de las comunidades Yunguyo y Chucuito, que ven con desconfianza que el cerro Khapí, considerado un lugar sagrado, forme parte del denuncio minero. La empresa y el Estado argumentan que no se explotará nada sin llegar a un acuerdo previo con los pobladores del lugar, que no hay nada que temer. Pero, en Puno, la gente está molesta, ya no entiende razones, y quiere su territorio libre de minería.

Obviamente, el pedido es insólito e inaplicable. Puno recibió, solo el año pasado, más de 48 millones de soles por canon minero que, bien invertidos, deberían significar una salida a los peores problemas que lo aquejan, como pobreza extrema o desnutrición. Sin embargo, cuando se deja que los conflictos sociales alcancen niveles inmanejables, todo se desborda: las protestas, las demandas, las expectativas y la capacidad del Estado para manejar el caos y el laberinto. ¿Por qué ocurre esto? ¿Por qué se permite que la rabia y la frustración se apoderen de poblaciones enteras que encuentran en la intransigencia y el delito la única manera de hacerse escuchar?

Sin ánimo de justificar la violencia, los robos y los saqueos, que deben ser castigados, tratemos de comprender qué es lo que pasa en ese otro Perú, al que solo miramos cuando se enciende la pradera: en primer lugar, la división de poderes entre los gobiernos regionales y el Gobierno Central no está clara para nadie. Es cierto que durante la gestión de Alan García se completó el proceso de transferencias de facultades y presupuesto, pero no se ha desarrollado, salvo escasas excepciones, un sistema de trabajo coordinado con quienes también son autoridades democráticamente elegidas. Al contrario, hemos asistido a una suerte de perenne ninguneo, a una mirada por encima del hombro, desde Lima, que se traduce en argumentos como “no saben gastar”, “no tienen representatividad”, “solo saben sumarse a las protestas”, que constantemente busca culparlos de muchos de los problemas que atraviesa el país. Incluso hay quienes sostienen, en el colmo del desprecio, que fue un error llamarlos “presidentes” regionales, pues eso ha hecho que se crean lo máximo y se comporten como una suerte de igualados.

A este enfrentamiento con las autoridades locales, que no permite trabajar en conjunto, hay que sumarle la soberbia con la que se actúa desde Lima. Es obvio que hay grupos radicales azuzando la protesta. También es evidente que vulgares delincuentes se montan sobre el laberinto para sacar provecho. Nadie dudará jamás que se mezclan intereses políticos en cada uno de estos desmadres, pero, al igual que en Bagua, hay también pobladores preocupados, desinformados, manipulados, a los que no se les trata con respeto. Sus demandas se consideran absurdas; sus formas de protesta, primitivas, y sus intereses, subalternos a los de la nación. A esa gente que vive en tierras que el día de mañana podrían tener un destino muy distinto del actual, normalmente se le informa o, en el mejor de los casos, se le convence, pero no se le consulta sobre cuál debería ser el futuro de ese suelo en el que nacieron sus abuelos y en el que crecen sus niños. Importa tan poco su opinión que la ley de consulta previa, que costó tanto aprobar en el Congreso, aún duerme el sueño de los justos en el despacho del presidente García, que no la promulga.

Hoy, Puno es un incendio y, a estas alturas, ya ni siquiera importa quién tiene la razón. Solo queda poner orden, permitir que se realicen elecciones y rogar que el próximo presidente, cualquiera sea el que salga elegido, se atreva a mirar a todos los peruanos de frente, se atreva a dialogar de igual a igual con esos que hoy no tienen voz, pero que cada cinco años nos recuerdan que tienen voto.

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